
La Abuela de La Abuela
"Yo me convertí en luchadora social porque me identifico con mis hermanas, las mujeres. Y sobre todo, porque creo en la justicia… Me parece que algo hicimos, pero a ustedes les queda en herencia la mayor parte de esta tarea inconclusa"
(Elena Caffarena)

En estos días mi abuela Elena Caffarena habría estado de cumpleaños. Y he recordado que a los nueve años, yo ya sabía que esa mujer alta, rubia y sabia, con la que sostenía conversaciones de persona grande, en realidad no era mía. Siempre me sentí como una prolongación suya, sangre de su sangre, incluso mucho más que eso. Desde qué tengo recuerdos fue la persona más cercana. Pero también comprendí muy temprano que ella era y es, ciertamente, la abuela de todas y todos los luchadores sociales chilenos, una especie de abuela universal; la matriarca de un mundo progresista que a veces parece invisible, el modelo de cientos de feministas en Chile y otras comarcas, un monumento del Chile republicano aquel, en que fueron pocas las intelectuales "de buena familia" que entregaron sus talentos y capacidades a una opción nítida por los pobres y la justicia social.
Elena Caffarena nació en una familia adinerada, con todas las comodidades posibles, destinada a ser la esposa burguesa y aburrida de algún oligarca primitivo. Pero eligió usar ropas sencillas y sobrias en vez de sedas rosadas, se emparejó con un revolucionario -Jorge Jiles- fundador del Partido Comunista de Chile. Optó por cultivar su intelecto prodigioso en vez de las habilidades domésticas de anfitriona de mansión. Prefirió dedicar su energía completa a los deprivados de sus derechos en vez de ir a misa y hacer beneficencia. Mi abuela rompió el modelo de la mujer de alta sociedad chilena y despreció siempre a los miembros de su clase, prepotentes y abusadores, "los ricos miserables, inconscientes de su pobreza intelectual" decía cada vez que litigaba contra los más importantes bufetes de abogados. Ganó siempre cada uno de los juicios, tanto así que tuvieron que aplicarle un decreto cuando le quitaron sus propios derechos civiles. Si hubiera alegado ante la Corte, seguro arrastraba por los suelos a los poderosos de entonces, así que había que evitar que hiciera "un discurso incendiario".
Cuando aún estaba viva y completamente lúcida, se congregaron doscientos tributarios de la Elite en La Moneda para homenajearla por su cumpleaños número cien. Todas personas muy bien ubicadas en puestos rimbombantes, presidentes de los partidos de la Concertación, ministros, parlamentarios de todo signo, intelectuales sirvientes del poder y el presidente en ejercicio, Ricardo Lagos. Esperaban ver entrar a mi abuela centenaria y rendirse ante sus halagos. A través mío la invitaron insistentemente a su propio cumpleaños en La Moneda, pero tuvieron que festejarla en ausencia, porque ni a los treinta años ni a los setenta ni a los cien, Elena Caffarena se prestó para "esas faramallas de los señoritos que le vuelven la espalda a su pueblo", en sus términos.
Mujer práctica, mi heroína siempre prefirió los "resultados concretos y medibles" como cuando, por fin, votaron las mujeres chilenas en una elección -después de treinta años de una pelea que hoy parece surrealista-, pero ocurrió la venganza de la Elite: a la mujer que redactó el proyecto de ley de voto político femenino se le prohibió votar.
Ella lo relató así: "Cuando se aprobó el voto femenino se hizo un acto solemne y publicitado, al que asistieron el presidente de la República, Gabriel González Videla, su señora, sus ministros, muchas personalidades, gente muy importante toda. Pero los miles de mujeres que habíamos propuesto la promulgación de esa ley y que habíamos luchado dos décadas por ella, no fuimos invitadas. Celebramos cada una en su casa, con nuestros hijos y nuestros maridos, trabajando como todos los días y soñando con un futuro más justo".
Y agregó: "Pocos días después, González Videla canceló mi inscripción en los registros electorales aplicándome la 'Ley Maldita', porque yo defendía, en mi calidad de abogada, a cuarenta mujeres y sus más de cien hijos menores de edad que estaban prisioneros en el campo de concentración de Pisagua. Su único delito -el de las madres- era pensar distinto que el primer mandatario... El de los niños era, supongo, el de ser hijos de esas madres. Fui acusada entonces de comunista, de agitadora, de cabecilla de una revuelta... y me proscribieron". Ser expulsada, marginada, despedida, acallada, castigada por los poderosos era un costo que no la alteraba, y a sus nietos nos enseñó que ese sería nuestro sino como herederos de su combatividad.
UNA AGITADORA RUBIA
En estos días de rescate del olvido, varios me han preguntado cómo era mi abuela.No sé muy bien cómo contársela a otros. Puedo decir que era hasta anciana una mujer hermosa. También diligente y concreta, pero quitada de bulla, mesurada, sobria. Desde qué yo era muy chica me decía que una no tiene derecho a pasar de largo por la vida. A veces, le echo la culpa por inculcarnos esta tendencia a meternos en problemas o, como ella misma decía, a "enderezar curcunchos" y obsesionarse con el ejercicio de la verdad.
Mi abuela era una mujer moral, consecuente, que no se conformó con el destino de las burguesas de comienzos del siglo veinte, cuyo camino obvio era el de aprender a bordar, tocar el piano, vestir a la moda, bailar charleston y casarse bien.
Ella hizo familia con un hombre que le merecía respeto por inteligente y aguerrido. Se conocieron en una trifulca universitaria, cuando Elena pasó de manifestante a agitadora principal. Mi abuelo contaba que cuando estaba por entrar los pacos a la casa central de la Universidad de Chile y se producía la consecuente estampida, vio a una rubia vestida de negro subirse a una mesa y reorganizar a los manifestantes. Su atracción fue inmediata, duró cincuenta años, hasta la muerte de ese viejo chico, moreno, rotundo y rezongón que era mi abuelo Jorge Jiles.
Fui testigo de cómo él la miraba orgulloso de su espléndida compañera, que además era una brillante abogada, una de las diez primeras mujeres del país que estudió cuando se las separaba con una cortinita en las aulas universitarias, para que no "tentaran a los varones".
Jurista destacada, redactora e impulsora del derecho de familia chileno, autora de tratados que tienen plena vigencia hasta hoy, madre de tres hijos, abuela fanática de nietos y bisnietos, a los que permitió plácidamente quebrar cuanto jarrón y lámpara encontramos en nuestras correrías por la casona de Seminario, Elena fue una mujer que prefirió su casa a cualquier otro escenario y que arrancó a perderse, toda su vida, de los salones, atrios, honores, premios, reconocimientos, embajadas, cargos, altares y presidiums.
Nunca pretendió tener una vida fácil. Consciente y responsable de su opción por la emancipación de los oprimidos, asumió de buen grado los costos de esa decisión. Nos dijo hasta el cansancio una frase que los nietos repetimos a coro hasta hoy: "Si quieres la felicidad de los estúpidos, nace en otra familia".
Como ella y mi abuelo eran exitosos profesionales y herederos de cuantiosas fortunas familiares, su situación material fue siempre próspera. Pero les tocó una cuota alta de persecución, prisiones, relegaciones y descrédito público de todo tipo. Había quienes encontraban especialmente insoportable que dos hijos de la burguesía se dedicaran "a servir a rotos exaltados, maleantes y comunistas" en vez de dedicarse cómoda y tranquilamente a disfrutar un buen pasar.
DE HERENCIA: UNA TAREA
Pero no sólo los del otro lado fueron castigadores con Elena Caffarena. El progresismo chileno era y es muy poco progresista en realidad. Los propios partidos de Izquierda entendían sesgadamente sus formas "poco ortodoxas de hacer y decir las cosas" y se escandalizaban con esta mujer alta y rubia que enfrentaba a algunos de sus dirigentes -todos hombres no muy inteligentes- con un cierto tono despectivo. Para decirlo claramente, la sola presencia de mi abuela resultaba altamente castradora para los hombrecitos de derecha e izquierda, acostumbrados a mujeres más bien sumisas. Y este rechazo tuvo su apogeo cuando ella encabezó la batalla por el derecho a voto de las mujeres chilenas.
En palabras de la propia Elena: "En ese tiempo, y hasta hoy de cierto modo, resultaba muy obsceno hablar de emancipación. ¿Qué querían estas mujeres deschavetadas?, ¿buscaban un verdadero libertinaje?, ¿eran todas comunistas? Ningún partido, tampoco los progresistas, tenía mucho interés en aprobar el voto político para las mujeres, porque la respuesta electoral femenina era una incógnita. Ampliar la democracia resultaba riesgoso. Y a las que lo proponíamos se nos tildó de extremistas de Izquierda, de revoltosas, de locas peligrosas, de enfermas".
La respuesta de Elena no sería menor: se entregó a la creación de un movimiento amplio, pluriclasista, integrado por mujeres obreras y de clase media, analfabetas, prostitutas, artistas, intelectuales, dueñas de casa y profesionales. No se amilanó ni un segundo en esa tarea que demoró décadas. Cada una de estas mujeres organizadas -fueron miles- se transformó en una activista, en el hogar y en la calle. "Nuestro objetivo no terminaba en obtener el derecho a concurrir a un acto electoral y manifestar una preferencia. Era también el derecho a ser candidatas, a ser elegidas, a expresar directamente las necesidades de las mujeres, y ampliar la base de la democracia en Chile que estaba reducida, por lo menos, a la mitad".
Mi abuela solía contextualizar esta historia con algunos detallitos, como que hasta unos pocos siglos atrás se debatía acaloradamente si las mujeres teníamos alma. Una vez dilucidado el punto, se discutió durante años si la inteligencia femenina era comparable a la de los varones. "En la historia, el estado más permanente de la mujer ha sido el de deficientes mentales o incapaces relativas. A mí me tocaron los días en que no teníamos derechos ciudadanos: no debíamos opinar en política, ni administrar nuestros bienes, ni era bien visto que pensáramos demasiado. Y si se trataba de una mujer pobre, peor", señaló Elena. Y me parece que no es muy distinto hoy.
Ella hizo lo que tenía que hacer. Muchas veces llegaron de Nueva Zelandia, Dinamarca o la Cochinchina a entrevistarla. Creo haberla escuchado en cientos de oportunidades catetear con algo que para ella es lo central: "Sería un desatino no reconocer que hemos avanzado en esta batalla. Pero el riesgo de convertir en monumento a las mujeres que participamos en esa etapa, es creer, equivocadamente, que la tarea está concluida. En las casas y en las calles hay mujeres bastante más interesantes que yo, que están luchando todos los días y que tienen mucho que decir, de aquí para adelante". Menuda tarea nos hereda esta abuela universal.
Siendo así, es imposible no tenerla tan presente, tan viva, tan alerta, en estos días en que todo parece al revés. Los hechos cotidianos me la traen de vuelta. Los rechazos e incomprensiones que las mujeres enfrentamos cada día. El veto a nuestra lealtad con los que sufren. La censura a nuestra obligación de darle voz a los que no se les permite estar disconformes con la clase política.
Cada vez que me siento una paria, cuando no me permiten ni siquiera despedirme de mi gente, siento que la Elena me acompaña. Y recuerdo por ejemplo que hasta pocos antes de morir, mi abuela centenaria fue famosa familiarmente por caminar con paso tan rápido y decidido que era difícil seguirla. Un ejemplo: me pidió que la acompañara a la primera elección después de la dictadura. Ella iba de sombrero y pantalón, a paso veloz, como siempre. Estaba feliz, radiante, ese día. Yo, su lazarillo, la perseguí acezante durante veinte cuadras hasta que llegamos al local de votación. Allí querían hacerla pasar adelante, saltándose la fila, por respeto a sus años. Educada pero tajante, Elena le dijo a la mujer que intentaba facilitarle el camino: "Muchas gracias, mijita, pero yo no me pierdo ni un milímetro de este trayecto ni atropello a ninguna de ellas, que ya nos han atropellado bastante".
Cuando salió de la caseta de votación ya se había corrido la voz de que la que estaba votando era La Abuela de todas. La aplaudieron mientras salíamos. Eran sus mujeres, sus hermanas que la reconocían. De regreso nos fuimos silenciosas y contentas.
Pamela Jiles
31-03-2015